Como ya ocurrió en el 96, la gente que se mueve en el PP y sus aledaños pretende disfrutar hoy del poder dulcemente, saboreando las prebendas y los protocolos, recibiendo las cariñosas palmadas de una opinión pública previamente domesticada. Es comprensible, pero no encaja con las reglas elementales de la democracia. La derecha española, que suele emplearse con singular dureza cuando ejerce de oposición, quiere retornar a los gobiernos envuelta en algodones. Mas las cosas no funcionan así. Si te has puesto a jugar al rugbi profesional y estás ganando, no vas a pretender que el partido se transforme de repente en un encuentro amistoso de voleibol playero.
LLevamos tres años bajo el fuego de un argumentario conservador que ha convertido cada inconveniente en responsabilidad de las instituciones públicas: la crisis, el desempleo, el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la legalización de Bildu, la sequía, los crímenes, los incendios forestales, el robo de tendidos eléctricos... Hasta cierto punto la cosa tiene su lógica. Incluso cabe entender que tanto la visión crítica de la realidad como la presión sistemática sobre el poder político mantienen activo al Sistema y preservan los intereses colectivos. Pero eso vale para todos: para los socialistas (que también intentan salir de rositas cuando ejercen de barandas) y para los señores del Partido Popular, que pronto se verán cortando bacalao desde La Moncloa al Pignatelli.
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