Estas fiestas del Pilar son masivas y efervescentes como siempre, aunque el programa vaya de nivel medio-bajo por aquello de los ajustes y aunque el centro de la ciudad se halle en estado de excepción por aquello de las obras del tranvía. En todo caso, los festejos mayores de Zaragoza están consolidados como un paréntesis extraordinario, un momento para reducir la frenética marcha que nos lleva no sabemos a dónde y enfocar el impulso hacia otros objetivos más agradables e inmediatos: la alegría y el buen rollo.
Las fiestas son para festejarlas. Para echarse en brazos del dulce colocón, para liarte la manta a la cabeza y acabar en la cama de alguien que has conocido esa misma noche, para bailar y saltar y hacer el bobo, para pasear y hablar con la gente, para cantar, para disfrutar la de la vida. Vivimos en una sociedad que ha desplazado el placer de los sentidos al acto de consumir. Los viejos y naturales goces del cuerpo, sin embargo, todavía se enfrentan a las inercias oficiosas. Las religiones habituales pelean cual gatos panza arriba para impedir que vuelvan las viejas costumbres paganas, ancestrales, cuando la fiesta era un pretexto para romper las normas, regresar a los brazos de la madre naturaleza y disfrutar de las cosas más elementales y sabrosas. Hubo un tiempo, antes de que los fríos servidores del Dios Único decretasen los pecados de la pereza, la gula y la lujuria, en que el ocio, la comida, la bebida y el amor carnal (por usar los términos clásicos) formaban parte del ritual colectivo, del contrato social y de la creación cultural.
Tampoco quiero asustarles. En realidad no estoy incitando al botellón ni al sexo desechable ni a las prácticas que sí forman parte de esta vida vertiginosa donde casi todo es de usar y tirar. Mi llamamiento a la fiesta pretende ser un poquito más elaborado, más consciente y más... sabroso. Creo que echo de menos los Ochenta, cuando los festejos en honor de esa Virgen que el alcalde Belloch menciona una y otra vez eran todavía un fenómeno nuevo, un descubrimiento lleno de sensaciones. Y encima servidor tenía treinta años menos. ¡Qué tiempos, colegas! ¡Qué rico estaba todo!
J. L. Trasobares/El Periódico de Aragón/miércoles 12.10.2011
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