Durante decenios hemos oído hablar de la reindustrialización de las
cuencas mineras turolenses, el Plan Míner, el Fondo Especial de Teruel y
otras acciones institucionales supuestamente destinadas a crear un
nuevo tejido económico que diese el relevo al carbón. Pero ahora, cuando
el Gobierno central se dispone a firmar el certificado de defunción de
dicho sector, tres mil puestos de trabajo directos e indirectos están en
peligro en el Bajo Aragón. Es el desastre definitivo, la ruina, el
final de una época y de un territorio. Rudi guarda silencio. Biel
pasa de largo. Los mineros están en pie de guerra. Y los diputados del
PP y del PAR en las Cortes de Aragón abandonan el hemiciclo, en un
inaudito acto de protesta por el mogollón que les montaron anteayer los
condenados al paro.
En toda esta tragedia llama la atención esa
hipersensibilidad de los parlamentarios de la mayoría, ofendidos por los
bruscos modales y los insultos de los mineros (como la consejera de
Educación, Dolores Serrat se ofendió días atrás por la bronca que
le montaron varios defensores de la escuela pública). Es comprensible. A
nadie le gusta pasar por experiencias desagradables. Pero habrían de
tener en cuenta las promujeres y los prohombres de la derecha que las
medidas que aplican (o dejan aplicar con terrible indiferencia) están
causando enormes daños y perjuicios a miles de personas. Empobreciendo a
la población o estrangulando los servicios públicos no se hacen amigos
precisamente. Hay gente que está luchando por su futuro y el de su
familia. Es lógico que alguno de ellos se extralimite. Esto es un
tempestad y cada palo ha de aguantar su vela.
Las gentes de orden
pueden creer que los mineros (y todos los demás perjudicados) tienen
que aguantarse, poner buena cara y encomendarse a Santa Bárbara bendita,
su patrona. Como hace la ministra de Empleo (o de Trabajo o de lo que
sea), yéndose al Rocío a pedir la intercesión de la Virgen del ídem para
acabar con el paro. Sin embargo, las personas humanas no están para
bromas. Sufren, temen por su futuro, se agobian y, claro, se cabrean. La
paz social, damas y caballeros, pende de un hilo. ¿Qué esperábamos?
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