Todo Madrid (y media España) está al cabo de la calle respecto de las escapadas marbellíes del juez Dívar,
presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal
Supremo. En los mentideros cuentan y no paran sobre cuándo, cómo y con
quién se gastó el personaje en cuestión esos miles de euros (una
miseria, dijo él) cotizados a escote por los contribuyentes españoles.
Hemos de suponer pues que los diputados del PP y de CiU sabían también
del tema cuando rechazaron la comparecencia parlamentaria del primer
magistrado del Reino. En una aparatosa contradicción, nuestros
gobernantes (de España y de Cataluña) pretenden sostener el prestigio
exterior y la autoestima del país por el procedimiento de dejar cada
cagada (real o presunta, ojo) bien a la vista. Luego pasa lo que pasa.
El caballero Dívar encarna a su vez el evidente encontronazo entre una
manera de estar conservadora, religiosa, cumplidora y muy remirada y una
segunda personalidad apegada al lujo, a la molicie y a las amistades
que no me atrevo a definir. Todo muy en la hidalga tradición española de
rezar por la mañana, pecar por la noche y recibir la absolución al día
siguiente sin perder un ápice de altanería.
Lo más perturbador es
que ya no hay voluntad ni posibilidad de disimular estas
contradicciones o al menos muchas de ellas. Los altísimos directivos de
bancos, cajas y grandes compañías se lo han llevado crudo. Los políticos
han mentido con fruición convirtiendo el incumplimiento de sus promesas
en una especie de virtud coyuntural. Los medios han dejado de describir
y controlar al Sistema para formar parte de él, lo que les ha llevado a
la ruina económica. La opinión pública fue seducida con maravillas de
cartón piedra y ahora choca brutalmente con una realidad durísima que le
presentan sin edulcorante alguno, a lo bestia. En resumidas cuentas, se
pretende que aplaudamos nuestro empobrecimiento, que admiremos y
sigamos a quienes han originado el actual desastre, que votemos los
recortes, la manipulación y la burricie. A cambio nos ofrecen la
posibilidad de sobrevivir. Pero ésa, creo, no deja de ser otra
contradicción.
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