Ya estamos otra vez con la cuestión
catalana. Más enrevesada, más encabronada. Aquello que no se ha querido
resolver mediante los mecanismos lógicos, retorna una y otra vez como
una especie de enfermedad crónica que nadie quiso curar. Por supuesto,
como se va viendo, solo había y hay una salida: crear las condiciones
legales para llevar a cabo una consulta popular (en serio) que zanje la
cuestión dentro de unos parámetros definidos ya por el Derecho
comparado. O sea, lo que se hizo en Canada con Quebec, territorio donde
las aspiraciones independentistas han dejado de ser un problema. Ya sé
que actualmente esto de los referendos es muy contestado, tras la
reciente experiencia griega. Pero en tal cuestionamiento no se reflejan
razones democráticas sino una réplica de fondo muy discutible. Si se
desprecia el recurso a las urnas, se está aceptando que hay
imponderables (económicos sobre todo, pero también políticos) situados
por encima de la voluntad ciudadana. Lo malo es que al vulnerar dicha
voluntad se abren las puertas al conflicto, el enfrentamiento y, en
última instancia, el caos o el autoritarismo.
Un referendo de independencia como este exigiría una alta
participación y una mayoría cualificada a favor de la separación. No
estamos hablando de la elección de un parlamento, susceptible de ser
rectificada a los cuatro años, sino de un acto de muy difícil retorno y
graves consecuencias. Por eso (e insisto en el precedente canadiense),
si en Cataluña se hubieran hecho las cosas de la forma adecuada, el
derecho a decidir no habría producido mayores traumas ni rupturas. Pero,
claro, eso no ha interesado nunca ni a los nacionalistas centrípetos
(españolistas) ni a los centrífugos (soberanistas catalanes). Porque
unos y otros movilizan a su electorado batiendo la coctelera de los
simples y metafísicos sentimientos identitarios. Rajoy y Mas,
dos políticos en horas bajas (sobre todo el segundo), necesitan
escenificar ante sus votantes el choque de trenes para hacerles olvidar
otros desafíos pendientes. Y todo ello en esta Europa que reniega de sí
misma y se deshilacha por momentos.
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