Después de un verano y un otoño prometiendo maravillas a quienes
visitaban el Pignatelli, el Gobierno aragonés se enfrenta a la realidad.
Se sabía y se había dicho que los últimos presupuestos (al igual que
los elaborados por el PP en años anteriores) eran pura ficción. Cuadrar
gastos e ingresos a martillazos y estirando estos más allá de toda
lógica conducía directamente a la situación actual: no hay dinero. Fernando Gimeno,
el consejero de Hacienda, intenta hoy repetir sus malabarismos
municipales. Entonces logró mantener a flote el Ayuntamiento de Zaragoza
retrasando los pagos, dejando otros en el aire o pendientes de
sentencias judiciales y sosteniendo el día a día económico con el
frenético estrés de esos artistas circenses que ponen a girar uno y dos y
tres y más platos al final de unas largas varas, acelerando sus
movimientos hasta el paroxismo para mantener el equilibrio del tinglado y
evitar que se venga abajo. Lo malo es que una administración como la
autonómica supera en complejidad a la local y además tiene menos flujo
de caja. Para colmo, en la actualidad las modificaciones de crédito (es
decir, los trasvases de fondos de una a otra partida) deben pasar por
las Cortes. Ahí se ha estrellado el intento de extraer unos cuantos
millones de los servicios sociales para trasladarlos a las comarcas y al
pago de la extra escamoteada a los funcionarios en 2012.
Insisto: los presupuestos de Aragón deben ser elaborados renunciando
de una vez al esquema habitual. Es preciso replantearlo todo, definir
las prioridades, controlar el gasto, ampliar los ingresos y sobre todo
afinar los mecanismos burocráticos para pagar por las cosas lo que éstas
valen... y no más. Seguramente, si una gran parte de los contratos
suscritos por la DGA en los últimos lustros fuesen objeto de una
evaluación como la llevada a cabo en Plaza, el sobrecoste emergería una y
otra vez. Y no (o no sólo) por la presunta existencia de mordidas o
apaños de cualquier tipo, sino también porque las administraciones no
invierten con tino, suelen admitir ofertas desorbitadas y se someten a
los manejos de sus grandes contratistas y proveedores. No todo lo que
reluce es oro en la externalización de servicios.
El montante de muchas obras, conciertos económicos, sociedades
públicas, programas informáticos o producciones televisivas (amén de
otras muchas cosas) se ha desorbitado. Y ello se debe antes de nada a
una gestión poco profesional por parte de quienes deben contratar y
comprar. No se trata sólo de cumplir con los requisitos normativos (a
veces irracionales y escasamente efectivos pese a su aparente objetividad)
sino de pagar lo justo y no dejarse arrastrar por el sobreprecio. Es la
diferencia que hay entre el gasto y la verdadera inversión.
JLT 20/03/2016
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