El viernes por la tarde abrieron a los medios las puertas de Averly,
la vetusta e interesante fundición que durante decenios fue el mascarón
de proa de la industria zaragozana. Entonces se pudo comprobar la
desolación que reina en las naves no protegidas. Donde había
máquinas y artefactos en un estado de conservación aparentemente bueno,
ahora sólo quedan vigas y piezas metálicas tiradas en un amasijo
informe. Así, el que sin duda alguno es un bien patrimonial de indudable
valor parece estar volatilizándose ante nuestros ojos. Como casi
siempre. Los herederos de Averly y la constructora que compró los
terrenos de la factoría (ya recalificados) hacen malabares con esta
patata caliente, que para ellos significa antes que nada dinero contante
y sonante (y mucho dinero, por supuesto). Las instituciones públicas,
Gobierno de Aragón y Ayuntamiento, se desentienden y renuncian a
elaborar un plan serio para conservar lo que en cualquier otro país
europeo sería considerado sin duda alguna un fantástico exponente de la
arqueología industrial.
En Zaragoza apenas se habla de Averly. El
vecindario está más pendiente de la peatonalización de la calle Don
Jaime, de la presencia de mascotas en autobuses y bares o de los
recortes que vienen demoliendo a pasos agigantados los principales
servicios públicos. En los ámbitos políticos (que es donde el tema de la
vieja fundición tenía que haber encontrado una salida ordenada y
razonable) se sabe sobradamente que el patrimonio y la cultura en
general son asuntos prescindibles y ocupan un lugar muy secundario en el
catálogo de inquietudes ciudadanas. Entre unas cosas y otras, nadie
(fuese poder autonómico o municipal) ha llegado a plantearse la
posibilidad de intervenir en el tema para asegurar la conservación y
proceder a la rehabilitación de los edificios, naves y máquinas que lo
merecían (parte de los cuales sí fueron declarados bienes protegidos).
La solución inicial pasaba por permutar los terrenos de Averly por otros
de titularidad pública que están disponibles justo en el mismo sector
de la ciudad. Pero eso es ya pura utopía. La constructora quiere
ejecutar sus planes y los herederos se lamentan por la destrucción
inminente... de lo que ellos mismos vendieron al mejor postor. El
Ayuntamiento sabe que cualquier cosa que se haga (incluso con lo que
parece haberse salvado) va a costar una pasta. ¡Ufff, pasta!
Zaragoza, esta ciudad incapaz de utilizar los más grandes y caros
emblemas de la Expo (Pabellón Puente y Torre del Agua) y que tampoco
sabe cómo poner en uso otros inmuebles salvados de la piqueta, ha vuelto
la espalda a una instalación que forma parte de su historia. Y todos
nos volvemos un poco más pobres y más incultos. Qué lástima.
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