Tal y como vienen las cosas, atribuir la victoria electoral al partido más votado
ya no tendrá sentido. Tampoco lo tuvo en el pasado, si el presunto
ganador no alcanzaba la mayoría absoluta y carecía de algún potencial
aliado cuyo apoyo le permitiese gobernar. Por eso Eloy Suárez no
pudo ser alcalde de Zaragoza hace cuatro años (ni probablemente lo será
en el futuro). En todo caso, ser el primero en las urnas tuvo un valor
cualitativo (además de cuantitativo) cuando se alcanzaban porcentajes de
voto por encima del 40%. Ahora, con perspectivas que sitúan en torno al
30% el techo de las formaciones con más pegada, hay que ponerle mucha
ilusión y mucha moral al tema para considerar victorioso al que más
papeletas consiga. Y si los resultados dejan equilibrados a tres o
cuatro partidos con escasas diferencias entre sí y porcentajes del
veintitantos por ciento, entonces habrá que prescindir de los viejos
mitos y afrontar situaciones que exigirán a todos los actores tanta
habilidad como transparencia, tanta firmeza como flexibilidad. O sea, la
política.
El PP ha estado a punto de cambiar la Ley para que el más votado
se llevase todo el premio en las municipales. Claro, porque dicho
partido, aunque articulaba a toda la derecha y su trocito de centro (lo
que le permitía recoger un mayor número de sufragios), no disponía de
posibles socios postelectorales. Por eso quiso (y no pudo) darle la
vuelta al sistema proporcional corregido. Pero las tendencias que
sugieren las encuestas desde hace casi un año presentan un nuevo mapa
electoral en el que varias opciones (PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos, más
los nacionalistas periféricos) se repartirán las papeletas emitidas en
proporciones igualadas y por lo tanto con porcentajes relativamente
bajos. Supongamos que el número uno está en un 27% y el segundo y
el tercero le pisan los talones con un 25% y un 22%, respectivamente...
En tal caso no habría ganador. Todo pasaría a depender de los
posteriores pactos. Por eso el PP mira ya hacia Ciudadanos, y en la otra
banda PSOE y Podemos están condenados a entenderse. Gustará o no, pero
la aritmética es implacable.
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