Han pasado 80 años justos desde el momento en que los hermanos Lapeña Altabás
fueron asesinados en Calatayud, su pueblo, tras el golpe militar
reaccionario de julio del 36. Eran militantes de la CNT. Solo eso. Nunca
fueron juzgados ni condenados. Simplemente les detuvieron, les llevaron
a cualquier cárcel improvisada y una noche les sacaron para fusilarlos.
Enterraron sus cuerpos en la zanja abierta en un barranco. En el 58 se
los llevaron, por orden gubernativa, a los columbarios del Valle de los
Caídos, ese lugar siniestro construido con mano de obra esclava (otros
republicanos condenados solo a trabajos forzados) y que debía ser (de hecho lo es) el gran monumento del Régimen, la faraónica tumba del líder falangista Primo de Rivera y luego del propio Franco...
Ocho decenios después, una sentencia determina que los descendientes de
los Lapeña tienen derecho, ¡al fin!, a recuperar sus restos.
Lo
más increíble y terrible de este hecho es, precisamente, que haya sido
necesario tanto tiempo para lograr una reparación tan justa y razonable.
Cuando nos llegan noticias como esta y calibramos en su auténtico
calado, el escalofrío es inevitable. ¿Cómo se justifican 38 años de
democracia, cuando todavía las víctimas del régimen del Generalísimo
permanecen diseminadas por cunetas y barrancos, o bien han acabado
compartiendo tumba con el dictador? En el resto de Europa, la memoria de
quienes lucharon contra el fascismo es exaltada, al tiempo que la de
sus verdugos evoca, como es normal, la opresión, el crimen y el
genocidio. Pero aquí aún no sabemos cómo administrar el pasado ni
recuperar la dignidad de quienes murieron por pretender construir una
España más libre y más justa. Y no se trata de darle la vuelta a nada,
sino de poner las cosas en su sitio.
Calatayud es una de esas
poblaciones aragonesas (como Jaca, como Ejea, como la propia Zaragoza)
donde el miedo vetó el recuerdo de los asesinados y escondió el dolor de
sus familias. Nunca será tarde para poner fin a semejante barbaridad.
Que Franco se quede solo en Cuelgamuros, ese horrible monumento... a la
infamia.
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