Los dos partidos grandes han ejecutado (el PP aún está en ello)
complicadas y oscuras operaciones destinadas a desatascar sus próximas
candidaturas en la Comunidad de Madrid. En el PSOE, el secretario
general y los suyos se pasaron por la Puerta de Alcalá los estatutos del
partido para quitar de en medio a Tomás Gómez, que tenía un pésimo cartel y estaba tocadito por los barullos de Parla, y poner en su lugar al profesor Gabilondo, comedido y culto caballero del que casi todo el mundo habla bien (aunque ya veremos cuánto voto arrastra). Rajoy, con su habitual retranca, intenta hacer lo mismo con Ignacio González,
cuyos líos salen a la luz cada día describiendo un mar de mierda apenas
oculto bajo las pringosas alfombras de la sede de Sol (un edificio que a
mí aún me da dentera, por haber albergado la Dirección General de
Seguridad).
Madrid es el símbolo de las dificultades que tienen los agentes del bipartidismo para vender
su mercancía, de la que nadie se fía. En paralelo, los dos partidos
alternativos ven cómo sus opciones suben (las de Ciudadanos) o bajan
(las de Podemos) según la misteriosa mecánica de los fluidos. Bueno, lo
de misteriosa es un decir, porque los líquidos se mueven según las
lógicas leyes de la física, y lo mismo pasa aquí: a los de Rivera los están lanzando al estrellato, mientras a los de Iglesias
les dan caña sin compasión (y de paso, los griegos de Syriza sufren los
daños colaterales). Por otra parte, ambos recién llegados ya no pueden
fiar su destino al fracaso de los sistémicos. Eso valía hasta
hace poco. Ahora, cada cual empieza a ser dueño de su destino, y los de
Podemos (con sus diferentes derivadas) semejan unos estupendos
estudiosos del fútbol que han leído los manuales, han visto los vídeos
de los más famosos partidos y han escuchado los consejos de los mejores
entrenadores... pero es la primera vez que salen al campo. Y a la
primera entrada dura se han quedado estupefactos y fuera de sí. Mejor
les irá si bajan la pelota al suelo, se hacen a la idea de dónde se han
metido y empiezan a jugar y a meter goles. Sin aspavientos, que para eso
(se supone) ya están los grandes.
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