Tras la catarata de buenas palabras vertida por los gobiernos de los
principales países europeos, la vergüenza en las fronteras del Este y el
Mediterráneo continúa. El desastre no cesa, ni los niños ahogados, ni
las familias deshechas, ni las imágenes de esos hombres y mujeres
abrumados por la desgracia y el miedo. Leí el domingo una carta abierta
de las alcaldesas y los alcaldes de varias ciudades españolas integrados
en una recién constituida red de acogida solidaria. El documento
(inspirado sin duda por Ada Colau y firmado también por el zaragozano Santisteve)
venía a recordar que la gente, las ONGs y los municipios gobernados por
las izquierdas están preparados, pero los estados miembros de la UE aún
no han arrancado. Y si ellos no hacen su fundamental trabajo (organizar
la entrada y distribución de los refugiados), la respuesta social no
servirá de nada. Veinticuatro horas después, este lunes, los socios de
la UE todavía regateaban la distribución de los ciento veinte mil
asilados que serán admitidos no se sabe cuándo.
Mientras se derrama la hipocresía de los gobiernos (¡con decir que Merkel
parece la más humana y generosa!), las contradicciones internas de la
Europa unida salen a la luz con creciente intensidad. Es increíble que
la misma Grecia atacada con todas las armas financieras y obligada a una
rendición incondicional, haya sido dejada ahora sola frente al
desembarco de miles y miles de sirios, iraquíes, afganos y pakistaníes.
¿Cómo podrán desde Atenas ayudar a los que llegan, si el país carece
prácticamente de recursos y está maniatado por las condiciones del
último rescate?
Pero mucho peor todavía es lo de Hungría. Gobernado por un partido de
extrema derecha, este país, miembro de la UE, ha dispuesto una
respuesta militar a la crisis, está deteniendo a los refugiados y no
resulta inverosímil que los interne en campos de concentración. Pero no
oigo a quienes tronaban hace bien poco contra los griegos por ser malos
deudores, exigir ahora que el Ejecutivo húngaro sea reprobado por
fascista y expulsado de las instituciones europeas.
Insisto: ¿donde está el límite?
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