El caso del Ánfora ha puesto sobre la mesa el debate sobre el funcionamiento y desarrollo de la enseñanza pública, la cuestión de los conciertos y, en suma, el ejercicio en España del derecho a la educación. Los padres de los niños matriculados en ese centro (apoyados directamente desde todos los ámbitos conservadores) se aferran a tal derecho fundamental, entendido como la posibilidad de elegir para sus hijos el colegio más adecuado a su ¿visión de la vida?, ¿fe religiosa?, ¿criterios cívicos?, ¿confianza en éste o aquél método pedagógico?... ¿O a qué? Porque realmente, al margen de las consideraciones sobre la trama Púnica, el posible tráfico de influencias, los criterios e intereses de la exconsejera Dolores Serrat y otros aspectos de esta truculenta historia, es inevitable acabar en el enfoque más básico y también más sugerente: ¿qué sentido tiene el Ánfora como opción educativa (y derecho)?
¿Cuál es la razón de peso de quienes consideran hoy ese colegio una
alternativa irrenunciable? Tal vez busquen una educación cien por cien
católica. O una formación bilingüe de calidad en un proyecto de estilo
francés o alemán. O unos criterios pedagógicos como los derivados de la
Institución Libre de Enseñanza o el método Montessori (a cuyos seguidores, sin embargo, se les negó recientemente un concierto). O cualquier otra cosa definible... ¡Ah! Pero el Ánfora
carece de definición concreta. Su claustro se ha formado captando
profesores con el único requisito de que pusieran 48.000 euros y
avalaran un crédito. ¿En qué medida una circunstancia tan pedestre
habría de suponer algún tipo de excelencia educativa? Seamos serios, por
favor.
O quizás hay algo más. Realmente, ese centro ofrece... estatus. Vende
a las familias una ubicación en la clase media-media que quiere ser
media-alta. Da continuidad al adosado, al coche y otros signos. Es el
puro y simple producto de una constructora bien relacionada
políticamente. Es el negocio inmobiliario que se traslada de la vivienda
a los centros educativos, las residencias y los hospitales.
Concertados, claro. Pasta gansa en nombre de los derechos
constitucionales.
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